Mi nombre Armando y soy un mentiroso profesional. Por supuesto, ninguno de mis clientes podría decírtelo, pues así de bueno soy en lo que hago. Pero no te lo digo para fanfarronear, te lo digo porque todo buen mentiroso sabe que lo mejor que puede hacer para que le crean, es decir la verdad. Y de eso trata mi historia; de la verdad; de una verdad; de una de mis verdades. Una que, sin importar cuantas veces la cuente, nunca logró que me crean.
Verás, nací en el seno de una familia pobre; no terriblemente pobre, pero pobre. Teníamos lo suficiente para que mis cuatro hermanos y yo comiéramos y le escapáramos al frio en el invierno, pero solo para eso y no mucho más. En el verano, mientras los demás niños de la cuadra juntaban anécdotas de la playa o el campo, nosotros nos divertíamos en el patio de casa con la manguera y pelotas goma o trapo. Pelotas que más de una vez pateábamos por encima de la pared del fondo, a la casa de al lado que en verano solía estar vacía. Y, siendo el menor y más pelirrojo de todos mis hermanos, siempre me mandaban a mí a recuperarla.
La casa del vecino era verdaderamente grande; tenía tres pisos y un sin fin de ventanas. Una de esas ventanas tenía un pequeño balcón al que se podía saltar (no sin temeridad) desde el nuestro techo. La casona se veía algo tenebrosa desde fuera y todos mis hermanos le tenían miedo, por lo que cada vez que se nos iba la pelota me mandaban siempre a mí a buscarla. Por supuesto que no me decían que era por eso que me tocaba la faena, me inventaban reglas extrañas de familia para justificar que fuera yo el encargado de hacer lo que ellos no querían.
A mí, en realidad, y a pesar de que jamás se lo conté a ellos, me encantaba que me subieran al techo para saltar al balcón y meterme por la ventana. Es que, aún si el interior de la casa no era muy distinto del exterior, había allí un cuarto repleto de juguetes; juguetes de lo más variados y coloridos. Y yo siempre me llevaba alguno, escondido para que no lo vieran los demás. A veces eran demasiado grandes como para llevármelos sin que lo vieran mis hermanos, entonces me quedaba un rato jugando allí y les inventaba luego historias truculentas de la casona a los demás para que no se enojen por la tardanza. Nunca jamás les conté lo que hacía del otro lado de la pared del fondo; tampoco nunca se dieron cuenta de que pateaba a propósito la pelota a la casa del vecino.
No mucho tiempo después, aunque sí ya de adolecente, tuve que buscar mi primer trabajo. Trabajo que resultó ser toda una mina de oro. Básicamente tenía que ir puerta a puerta vendiendo suscripciones a una revista de cuidados para el hogar y decoración. Me pagaban poco y tenía que hacerlo sin importar si hiciese frio, calor o lloviese; pero el trabajo tenía uniforme, un uniforme de traje y corbata, tan elegante como las habitaciones en la tapa de la revista para la que ofrecía. Así ataviado me era fácil convencer a las chicas por la calle de que era yo todo un hombre, adulto y lleno de responsabilidades. Y con eso las enloquecía, mi fino traje y mis dorados cabellos (pues sí, en aquella época ya me teñía de rubio; una más de mis mentiras) enamoraron a unas cuantas. Ahora, tantos años después, no me avergüenza aceptar que me enamoré yo también de ellas; de algunas por una tarde, de otras para toda la vida.
Aún si disfrutaba de aquel trabajo, no tarde mucho en darme cuenta que no me llevaría lejos y decidí ampliar mis horizontes. Después de varios intentos fallidos di con la que era mi vocación: el comercio de medias verdades, falsedades, incertidumbres y mentiras. Debo decir, para ser completamente honesto, que siempre traté de hacerlo desde la buena fe y con buenas intenciones (o por lo menos con las mejores que me pudiese permitir). Si uno de mis clientes me pedía lo que yo no podía darle, traté siempre de que obtuviese algo lo más parecido. O incluso mejor; si no es lo que me piden, mejor que sea lo que en realidad quieren. Soy verdaderamente bueno en saber lo que la gente necesita; y he llegado a no tener ni un cliente insatisfecho, como lo demuestra el hecho de que siempre vuelvan.
¿A dónde voy con todo esto? Cierto día caminaba por un parque cuyo nombre no recuerdo, cuando vi caminando en dirección opuesta una pareja de ancianos tomados de la mano. Por lo general no me gustan mucho las parejas (seguramente por haber estado solo toda mi vida), pero esta vez, a medida que se me acercaban empecé a sentir algo profundo en el pecho. Cuando nos cruzamos les sonreí y ellos me sonrieron a mí. Pensé en aquella pareja y en lo que los había traído hasta allí; pensé en todo lo que habrían vivido juntos, en todas las verdades y las mentiras que se habrían dicho el uno a otro ¿Estarían juntos allí si se hubiesen dicho otras cosas? Pensé en mi vida y en todas las mentiras que había dicho ¿Estaría yo allí para intercambiar aquella sonrisa con esa pareja de ancianos si hubiese dicho otras cosas? Tal vez yo no sonreía por lo mismo que ellos, tal vez mi sonrisa era falsa, pero ¿hacía eso menos verdadera la suya? ¿Era realmente falsa? Diría que ellos no lo creían así.
Fue entonces que supe y entendí la verdad, esa verdad que nadie me cree. Los juguetes con los que jugaba de niño podrían haber sido de mi vecino, o podrían haber sido míos, pero en cualquier caso me habrían dado las mismas alegrías. Durante mis primeros años de trabajo, fuera yo sólo un adolecente más, o un hombre hecho y derecho, cualquiera de los dos nos hubiésemos enamorado de las chicas del barrio. De grande, tal vez vendía yo muchas falsedades, pero sabiendo perfectamente que se puede llegar a un mismo destino por sendas distintas, y que lo que no es cierto para algunos, sí lo es para otros.
Todo ello me llevó finalmente a mi gran verdad: que es que la verdad no existe, sólo existen los puntos de vista. Y si la verdad no existe, tampoco existe la mentira. Al final entonces, sin mentira, yo no miento ni soy mentiroso.
Autor Javier Banchii