Inspirado por “Viajeros” de Marco Denevi
Me presento, mi nombre es Natalio Montez, soy mayordomo y lo he sido toda la vida. A mis largos años he prestado servicios a las más acaudaladas familias de la nación, rodeándome de clase, aristocracia y de lujos. Actualmente sirvo a Madame Reinhart; una vieja de cuna noble hoy algo venida a menos. Al morir su marido le legó una serie de deudas que Madame debió afrontar con su patrimonio. He escuchado por ahí que deudas de juego, pero no me presto a chismes o habladurías; he sido criado mejor que eso. Mi señora sigue teniendo un pasar envidiable, mas no se puede negar que ya no pertenece a ninguno de los círculos más selectos de nuestra alcurnia.
Pero no es ese el mayor de sus pesares; verá usted, la luz ha comenzado a menguar en su intelecto y frecuentemente le pierde el hilo a la realidad. Por las mañanas, tras prepararle el desayuno, mientras espero para servírselo, nunca sé quien seré aquel día. A veces soy yo (el mayordomo), a veces soy su sobrino, a veces su contador y, de vez en cuando, hasta su difunto marido. Ningún sentido en contradecirla; no es que se le pueda hacer ver su error, o que sus delirios duren lo suficiente como para molestarse en intentarlo. El que más odio ser es el primo Carlos; ella detesta a su primo Carlos.
Debo confesar (ya que por este medio puedo), que la situación tiene sus ventajas ¿Por qué sino permanecer a su servicio, teniendo tantas otras alternativas mejores? Déjeme que le explique; lo primero a saber es que la parentela de la buena señora deja bastante que desear. Recuerdo la primera vez que el primo Carlos vino a visitarla conmigo en la casa. Yo estaba ocupándome de mis labores, obviamente, pero el griterío fue tal que, ni siquiera con mis dilatados años de entrenamiento domestico, me fue posible desoír lo que ocurría. Finalmente, harta de su presencia, la dama fue a buscar un puñado de billetes y se los entregó para deshacerse de él. La discusión nada tenía que ver con dinero, pero ella sabía perfectamente a qué había venido el truhán.
No me tomó mucho tiempo comprender que algo parecido ocurría con todos los demás; por una razón o por otra, ya fuera derecho o canallada, ninguno de sus visitantes se despedía con la manos vacías. Y, aunque no supiese yo por las mañanas quien me tocaría ser ese día, esto otro que acabo de mencionar lo sabía más que bien.
Tal vez le parezca a usted reprochable mi accionar, no obstante, estoy convencido que cambiaría de parecer si comprendiese todo lo que hago por Madame. No sólo me ocupo de los quehaceres de la casa, también cuido en todo momento de ella; cosa para nada amena; harto difícil sería describir el carácter de la señora sin perder la compostura. Hasta manejo el automóvil y aseo a los perros. Y a todo eso hay que sumarle las tareas de todos los otros. Cuando me toca ser el jardinero quiere que pode el césped; cuando soy el contador me manda al banco; y cuando la visita la hermana exige noticias de sus sobrinos nietos. Pobre de mí si me niego, ya he mencionado su carácter.
Creo importante también dejar en claro que mi “treta” es un trabajo en sí mismo, un laborioso trabajo que alguna recompensa merece. Madame Reinhart tal vez me haga saber cada mañana quien es que soy, e insista en ello hasta el hartazgo, mas la suspicacia le es tan propia como la locura (yo diría que más aún); sólo le abre su cartera a quien no caben dudas es quien ella dice que es. Para ganarme mi premio debo realmente lucirme; debo actuar como el primo o el contador; debo saber lo que sabe el marido o la hermana; debo decir lo que dicen el sobrino o el abogado. Siempre sé cuándo me ha pescado infraganti, me entrecierra los ojos y aprieta los labios y sé que todo está perdido.
Sí debo aceptar que cada vez me resulta más fácil. Ya han pasado muchos años y nos conocemos bien el uno al otro; y los pequeños secretos son propios (yo diría incluso necesarios) a cualquier relación duradera y exitosa. No me tiembla el pulso al aceptar que la quiero y que sé que ella me quiere. Después de todo ¿No es así como debería ser? Por algo seguimos juntos. Diría que todo va muy bien entonces, si no fuese por esos personajes indecentes que circulan por la casa. Al que más detesta ella es a su primo Carlos, pero yo al que no soporto es a Natalio, el mayordomo. Ese sí que es un bueno para nada. Hoy volvió a faltar; hace casi un mes ya que no se lo ve ¡Qué sinvergüenza!
Ahora si me disculpa debo dejarle, es que le dije a ella que debía llevar el coche al taller mecánico; con eso tengo justo el tiempo necesario para jugarle unos pesitos a los burros ¡Hoy doy el batacazo! Vamos hombre, no me reproche, es como le digo: “pequeños secretos”.
Autor Javier Banchii
Fragmento del taller “La palabra en el cuerpo”